Esta narración comienza en una taberna de Bagdad, donde un discípulo de un maestro sufí se encuentra con el ángel de la muerte, que estaba visitando a quienes tenía destinado llevarse con él.
Temiendo ser uno de la lista, el joven decidió abandonar Bagdad e iniciar una larga travesía tratando de alejarse lo suficiente como para evitar encontrarse con él, antes de que venciera el plazo de su permanencia en la tierra.
Cabalgó muchas días, y al llegar a Samarkanda buscó una cueva para ocultarse y permanecer las tres semanas que necesitaba para eludir el fatal encuentro.
En su precario escondite se vio obligado a padecer frío, hambre y sed, avatares que soportó con estoicismo para lograr su objetivo de huir de la muerte.
Una vez pasadas dos semanas, decidió abandonar ese refugio para estar bien seguro de evitar el encuentro, y buscar otro en algún lugar aún más inaccesible que desalentara cualquier intento de persecución.
Se acomodó como pudo en el pequeño agujero, contento de haberle casi ganado la batalla al ángel de la muerte, cuando sólo faltaban escasas horas para que se cumpliera el plazo de su permanencia en la tierra.
Ningún ser humano había incursionado alguna vez por esos lugares tan inhóspitos, ni escalado hasta tan elevadas alturas, pero sentía que había valido la pena, porque estaba casi seguro de haber conseguido burlar al destino.
Cansado de su larga travesía y mientras aguardaba que pasaran los minutos, no pudo resistir el sueño y se quedó dormido profundamente.
Pero el peso de su cuerpo, casi al borde del precipicio, fue produciendo lentamente una profunda grieta en la húmeda tierra sobre la que reposaba y al poco tiempo, no pudo evitar desbarrancarse desde semejante altura hasta caer pesadamente al borde de un arroyo, mil metros más abajo, justo a los pies del ángel de la muerte que parecía haberlo estado esperando.
Habían sido inútiles todos sus esfuerzos y privaciones para eludir su destino, porque la muerte parecía haber contado con todos los recursos para hacer prevalecer sus deseos.
Bueno, este cuento nos muestra un poco la eficacia del destino y la inutilidad de hacer algo por intentar cambiarlo. Hay muchas discrepancias sobre si cada uno de nosotros tenemos verdaderamente escrito un destino, o simplemente nosotros somos quienes lo elaboramos. De una manera u otra el destino está ahí y el día que tenga que ocurrir algo, bien sea por pura casualidad o bien sea por nuestras acciones, ocurrirá y eso no lo podemos cambiar. Incluso puede pasar que queriendo engañar continuamente el destino, sirva solo para su propio cumplimiento. Cada uno de nosotros va haciendo a lo largo de su vida una serie de cosas, ya sean buenas o malas, que marcan nuestra existencia y nuestro paso por la vida. Todas esas cosas se van sumando, o restando, a ese ``destino´´y sin darnos cuenta prácticamente fijaremos nuestro propio destino.
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